Descripción
Cuando trabajaba en un laboratorio de neurociencia, el ritmo de los experimentos marcaba las horas. El laboratorio era una isla, un lugar apartado que uno sentía muy alejado de la realidad. Era un mundo en sí mismo, un mundo en el que siempre había deseado entrar desde el momento en que cumplí los dieciséis años. Dentro, siempre había muchas cosas que hacer, como preparar soluciones exactas, realizar delicadas disecciones, purificar preciadas moléculas o cuidar animales. Estas tareas, rigurosamente dispuestas una detrás de otra, como eslabones de una cadena, eran algunas de las que marcaban el ritmo de mi ensoñación diurna al tiempo que apuntaban a grandes temas de investigación. Entre una y otra llenaba de notas, diagramas y cálculos mi diario de laboratorio.
En mi esfuerzo por comprender algo tan inefable e íntimo como las emociones y la mente, reunía diminutos fragmentos y distintas unidades de información técnica. La aventura de adentrarse en los secretos del cerebro humano daba paso a la reflexión profunda. Era como explorar un aspecto poco conocido de mí mismo, como descifrar un relato escrito en código acerca de la mente, relato a cuya escritura yo mismo contribuía con mis experimentos. Los tejidos cerebrales, las neuronas y las cadenas de ADN eran los protagonis
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